1 de julio de 2015

UN TRAMO DEL CAMINO RECORRIDO

TOMADO DE LA SEGUNDA PARTE DEL LIBRO “MIS RECUERDOS”, ESCRITO POR EL PROFR. RAFAEL MARTÍNEZ MORALES DE IXHUACÁN DE LOS REYES. SE REPRODUCEN A CONTINUACIÓN LAS PÁG. 28 Y 29.

A principios del año 1946, el párroco de Ixhuacán y mi padre acordaron mandarme a estudiar para que fuera yo sacerdote; desde luego que no me pidieron opinión; a mi edad, trece años, ignoraba yo lo que eso significaba para mí; ellos dijeron: “te vas a estudiar”, y yo simplemente dije: “pues me voy”.

La escuela a la que ingresaría se llamaba Escuela Apostólica, y se encontraba en la “Hacienda La Capilla”, cerca de la ciudad de Córdoba, Veracruz. Como requisito para ingresar me pusieron una prueba de evaluación que tuvo lugar en el seminario de Xalapa que se encontraba en el número 82 de la calle Úrsulo Galván. Recuerdo que fungía como rector del seminario el canónigo Emilio Abascal Salmerón, quien ordenó que me pusiera el examen un sacerdote de apellito Zapata.

Reprobé el examen, pues no pude resolver el siguiente sencillísimo problema: ¿Cuál es la altura de una escalera que tiene x número de peldaños, si cada peldaño mide 15 centímetros?. Rápidamente hice la multiplicación, pero por no usar correctamente el punto decimal, y por haber dado otras respuestas equivocadas, me tronaron.

En vista del resultado, el padre Zapata dio su explicación en una carta al párroco de Ixhuacán. A mí me dijo que debía prepararme por lomneos, durante un año más.

En los primeros días de enero de 1947 ingresé a la escuela sin presentar examen. Allí pasé ese año que fue el último en que dicha escuela funcionó, porque en 1948 pasó a Teocelo, Veracruz.
En La Capilla estuvimos más de cien alumnos; en Teocelo sólo admitieron a treinta, y tuve la suerte de ser uno de ellos.

En 1949 mis compañeros y yo pasamos al seminario de Xalapa; allí permanecí durante tres años, tiempo en el que aprendí a manejar más o menos el Latín, y también un poco el Griego.
Por aquellos años los sacerdotes, en casi todas las ceremonias pronunciaban las oraciones en Latín, por esa razón era obligatorio aprenderlo.

Buena parte de los pocos conocimientos que poseo, los debo a la escuela Apostólica y al Seminario.
Como jamás sentí el deseo de ser sacerdote, quise abandonar esa escuela, pero mis superiores trataron de convencerme para que no lo hiciera; esperé que terminara el año 1951 para ya no regresar.

Aunque no fui sacerdote, ni soy el hombre católico ejemplar que mis maestros de entonces hubieran deseado, debo a ellos y a ambas escuelas mi agradecimiento sincero.

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