18 de junio de 2013

LOS DOS OFICIOS DE MI PADRE


TOMADO DEL LIBRO “MIS RECUERDOS”, ESCRITO POR EL PROFR. RAFAEL MARTÍNEZ MORALES DE IXHUACÁN DE LOS REYES, SE REPRODUCEN A CONTINUACIÓN LAS PÁG. 29 A 31.

La principal ocupación de mi padre fue el trabajo de campo, pero viajaba dos veces por semana a comprar pulque a la hacienda de Cuauhtotolapan, actualmente La Gloria.

Además de pulqueros, hubo otros arrieros que iban por mercancía, pues casi toda la que se vendía en mi pueblo, era comprada allá mismo, en La Gloria.

Todo se transportaba a lomo de bestia.

A pie de caballo, para trasladarse de Ixhuacán a La Gloria hay que caminar aproximadamente durante cinco horas, por lo que el viaje de ida y vuelta resulta muy cansado. Madrugaban mucho para poder regresar el mismo día.

A su larga caminata se sumaban otras circunstancias difíciles, como el tener que soportar en el camino, el intenso frío que en invierno congelaba el agua de las “canoas”, canales hechos con largos troncos de pino, que hacían las veces de caños, conduciendo el agua de una población a otra. Esos canales se colocaban generalmente a un lado del camino.

Mi padre me contaba que se atemorizaba un poco al escuchar el aullido de los coyotes, porque sabía que en manada son peligrosos. Afortunadamente nunca lo atacaron.

También sentía temor por los rayos que caían entre los pinos cuando había tempestad.

A las personas que recogen el aguamiel de los magueyes se les llama tlachiqueros; lo hacen con un objeto llamado “acocote”.

Hubo en Ixhuacán dueños de tiendas que viajaban para comprar personalmente sus mercancías, y como su condición económica era mejor que la de los pulqueros, cabalgaban en buenos caballos.
El pulque se transportaba en odres de piel de cabra; antes de usarlos los curtían con ceniza y “sal caliche”.

Los odres llenos de pulque, se transportaban en bolsas de costal de ixtle a las que llamaban “árganas”. Aun recuerdo cómo me enseñó mi padre a cerrar la boca de los odres con un cordel.
Con la corteza del pino hacían “botanas”, pequeñas ruedas en forma de yoyo con las que cerraban las roturas de los odres.

Los días en que viajaba mi padre, acudía yo por las tardes a esperarlo a casa de doña Isabel Flores (le llamábamos “Tía Chabela”), anciana dueña de la pulquería en la que entregaba el pulque mi padre.
Muchas veces vi llegar a mi padre empapado, en medio de fuertes aguaceros.

Tía Chabela me contaba cuentos como el siguiente: Hubo una vez en un bosque dos venados grandes y fuertes, con enormes cornamentas, y al encontrase el uno frente al otro comenzaron a pelear; la lucha fue de tal forma que sus cornamentas quedaron trenzadas, y como no pudieron separarse, allí murieron los dos.

Esto se supo tiempo después en que un leñador encontró los esqueletos de los dos venados. Tía Chabela siempre cerraba sus cuentos diciendo: “y colorín colorado, este cuento ha terminado”.

Cuando mi padre llevaba “aguamiel” a casa, nos permitía beber un poco a mis hermanos y a mí, ya que según él, en cantidad moderada su consumo es alimenticio.

Hubo arrieros con motes o apodos, como “El Huehuechi”, “El Tata” y “El Galavís”.

Algunas veces mi padre nos traía cacahuates, también galletas envueltas en papel estraza, y otras veces piñas con piñones.

Cuando prometía traerme un sombrero nuevo, gustoso me presentaba yo a esperarlo más temprano que de costumbre (los sombreros para niños eran de palma corriente, y como adorno traían entreveradas algunas palmas de colores).

Recuerdo que Tía Chabela al recibir el pulque, usaba un embudo grande, y para colarlo colocaba en el interior del embudo un estropajo de ixtle.

Igual que en las demás pulquerías del pueblo, Tía Chabela despachaba el pulque en jarras a las que llamaban “catrinas”.

Por el difícil trabajo de mi padre para sostenernos, y por lo que aprendí de él, a pesar de no haber tenido más escuela que la de la vida, fue y sigue siendo para mí, padre ejemplar y digno de mi veneración. Entre otras enseñanzas debo agradecerle su ejemplo de rectitud, aunque no lo practique como yo debiera.

El haber tenido un padre como él me enorgullece, orgullo que hasta hoy, mis hijos, con su conducta, han acrecentado. Su nombre: Juan Martínez Vélez.

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