Al principiar 1947, me llevaron a una escuela que preparaba al alumno para poder posteriormente ingresar al seminario para que fuera sacerdote.
La escuela se encontraba en un lugar conocido como Hacienda La Capilla, a pocos kilómetros de distancia de la ciudad de Córdoba, Veracruz. Aunque tenía yo casi catorce años de edad, no me fue fácil adaptarme, pues era la primera vez que me separaba yo de mi lugar de origen. El haberme alejado de familiares y amigos, u el verme entre muchachos de mi misma edad pero con diferentes costumbres, fue una experiencia que hasta la fecha no he olvidado.
El alumnado se componía de dos grupos: los ricos, y nosotros. A los primeros los visitaban sus padres o tutores con cierta frecuencia; les llevaban golosinas, dinero, frutas y totopos de coyol. A nosotros nos visitaban sólo esporádicamente; pero participábamos de lo que les llevaban a nuestros compañeros ricos porque los compartían con nosotros.
Nuestros lugares de origen, entre otros, eran: Coscomatepec, Córdoba, Huatusco, Paso del Macho, Agua Dulce, Istmo de Tehuantepec, Ciudad Mendoza (que por aquellos años tenía el nombre de Santa Rosa), Xalapa, La Piedad y Chabinda Michoacán, Tolome, Maltrata, Cosautlán y a Ixhuacán lo representaba yo.
El edificio que nos albergaba era un caserón antiguo de dos plantas, que debió tener sin duda una historia interesante.
La hacienda se encontraba rodeada de exuberante vegetación compuesta por huizaches, jinicuiles, chalahuites, cafetos y matas de plátano con enormes hojas.
Camufladas en la corteza de los árboles, había numerosas cigarras, cuyos conciertos escuchábamos a cualquier hora del día y en parte de la noche.
Refiriéndome a las clases, la que poco me agradaba era la de Gramática porque me hacía yo bolas con los pretéritos pluscuamperfectos y con los futuros hipotéticos.
Como al parecer los recursos económicos de la escuela no eran suficientes para alimentar a más de cien tragones, estuvimos un poco limitados en nuestras raciones.
A poco más de un kilómetro del lugar, pasa un arroyo al que llegábamos corriendo para nadar en uno de sus remansos, aprovechando el recreo de la tarde que duraba poco menos de hora y media. El grupo de quienes acudíamos a nadar reducido, porque pocos gustábamos de la natación. El regreso lo hacíamos también corriendo para llegar a tiempo a la siguiente clase.
Dentro de la hacienda había una capilla grande. Supongo que de ella derivó el nombre de Hacienda de la Capilla.
Existía en el patio una planilla de cemento, que por estar un poco inclinada, un compañero nuestro mostraba en ella su habilidad moviéndose sobre un tonel rodando; a dicho compañero le apodábamos “el diablillo” por su frente amplia y sus cejas apuntando hacia arriba; era travieso, tomaba las arañas con una mano y con la otra jalaba el hilo de su baba hasta extraérselo totalmente.
Una vez por semana salíamos a un campo a jugar futbol; recolectábamos allí frutillas azules para comérnoslas, les llamábamos “teshuates”. A un lado de ese campo pasaba la vía del tren (El Huatusquito), en la que nuestro compañero el diablito decía haber visto caminar a una mujer sin cabeza.
Yendo de paseo, nos acercábamos cierto día al “Cerro de la Totola”; decían mis compañeros que se llamaba así porque en él existía una totola con sus totolitos, y que quienes escuchaban sus voces, podían quedar encantados.
Estos han sido algunos detalles de mi estancia en esa escuela.
¿Qué habrá sido de mis amigos? Me agradaría verlos para reírnos de nuestros cabellos blancos y de nuestra caras arrugadas.
______
TOMADO DEL LIBRO “MIS RECUERDOS”, ESCRITO POR EL PROFR. RAFAEL MARTINEZ MORALES, DE IXHUACÁN DE LOS REYES. SE REPRODUCEN A CONTINUACIÓN LAS PÁGINAS 141 Y 142.
No hay comentarios:
Publicar un comentario