2 de agosto de 2012
OTROS RECUERDOS
TOMADO DEL LIBRO “MIS RECUERDOS” ESCRITO POR EL PROFR. RAFAEL MARTÍNEZ MORALES DE IXHUACÁN DE LOS REYES. SE REPRODUCEN A CONTINUACIÓN LAS PÁG. 80 Y 81.
Cuando acompañaba yo a mi padre o a mi abuelo al monte a cortar leña, buscaba unas frutillas rojinegras, a las que llamábamos “biscolines”. Nos atraían por su sabor agridulce.
En los solares o en los patios de las casas, existía una planta semejante a la yerbamora, cuyas frutas pequeñas ya maduras, eran de color negro intenso; les llamábamos “chaltotongos”. De chiquillos nos alegrábamos al encontrar chaltotongos maduros.
Nos divertíamos buscando bellotas entre la hojarasca debajo de las encinas. Las encinas producen además de las bellotas, una que otra fruta ácida a la que damos el nombre de “guapapa”. Su interior es semejante a esponja de color verde limón.
En lugares húmedos del monte, principalmente en las cañadas, había una planta de tallo jugoso y quebradizo, el “chocoyul”, que puede comerse crudo acompañando la comida, o hervido en la misma olla o cazuela en que se cuecen los frijoles.
Los chiquillos solíamos ir a las rastrojeras en busca de pequeñas y abultadas, dulces y jugosas raicillas blancas, a las que llamábamos “cochinitas”, nos las comíamos a veces hasta con tierra.
Trepábamos a los árboles de capulín cuyos frutos además de su agradable sabor, eran dulces como la miel.
Muchas veces nuestra voracidad de niños, no respetó los capulines, o los duraznos aunque estuvieran a medio madurar.
Si las frutas se encontraban en la parte más alta de los árboles donde no nos era posible subir, las bajábamos a pedradas; raras veces podría aplicársenos lo dicho por la zorra refiriéndose a las uvas: “No las quiero comer, no están maduras”; porque ella no sabía tirar piedras como lo hacíamos nosotros.
En el rancho de mis abuelos maternos abundaban las chirimoyas.
En ese rancho participaba yo con mis parientes, en una forma diferente y natural de madurarlas no como lo hacen actualmente poniendo carburo a las frutas para que maduren rápidamente. Cavábamos un hoyo de 50 centímetros de diámetro, por 75 de profundidad aproximadamente, encendíamos fuego dentro de él con ramas y hojas secas para que el hoyo se calentara; al extinguirse el fuego formábamos un colchón con hojas secas de maíz en el fondo del hoyo, y sobre ese colchón poníamos las chirimoyas, las cubríamos con otras hojas, y echábamos tierra suficiente hasta que el hoyo quedara bien cubierto.
A los cuatro días, las frutas estaban maduras. Puedo presumir de que cuando fui niño comí chirimoyas al horno.
Nuestra satisfacción y gusto como niños, no se limitaba únicamente al hecho de encontrar las frutas y comérnoslas; también gozábamos removiendo la hojarasca para encontrar las bellotas, trepando a los árboles, removiendo la tierra para encontrar las cochinitas, cavando el hoyo para meter en él las chirimoyas, buscando las hojas secas de la milpa, etc.
Los montoncitos de recuerdos como estos, tan simples, mientras funcione mi memoria, permanecerán guardados en ella como tesoros valiosos.
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