Elodia Soto
Tomado del libro "Mis Recuerdos" del Profr. Rafael Martínez Morales de Ixhuacán de los Reyes. Se reproducen a continuación las pag. 67 y 68.
He dicho anteriormente que los madereros de Ayahualulco pasaban por Ixhuacán con madera rumbo a Xico o Teocelo. En los días previos a todos santos, regresaban con muchos botes o latas de metal para utilizarlos en la cocción de los tamales, que hasta la fecha son parte de la tradición de nuestros pueblos en días de muertos.
Allá por 1946, el único molino de nixtamal que existía en la región se encontraba en la cabecera municipal de Ixhuacán, y durante esas fechas comenzaba a moler desde la media noche, porque eran numerosos los clientes que bajaban del municipio de Ayahualulco con bestias cargadas hasta con cuatro latas de nixtamal cada una.
En algunas rancherías pertenecientes al municipio de Ixhuacán, quienes no contaban con dinero para comprar la carne de cerdo, el chile, los condimentos para los tamales y demás cosas para la ofrenda, vendían su café al tiempo, es decir: lo vendían antes de cosecharlo.
(La cabecera municipal de Ixhuacán está a 1800 metros sobre el nivel del mar; pero dentro del municipio existen lugares a nivel más bajo, en los que es posible cultivar el café).
En las rancherías a que me refiero, se tenía una lata con tamales cociéndose en el fogón, y ya estaba lista la siguiente para ocupar su lugar, y a veces, hasta una tercera.
Pienso que la costumbre de hacer tamales es esas fechas, ha sido para mucha gente, como devoción, igual a la de consumir pescado durante la cuaresma pudiéndolo hacer en cualquier época del año.
Hay que tomar en cuenta que tanto lo de los tamales como lo de las ofrendas, se hace con la intención de satisfacer los gustos que en vida tuvieron los familiares.
En días anteriores a las celebraciones de los muertos, varias personas de mi pueblo, elaboraban velas de cera para su venta.
Cuando niño tuve la oportunidad de ver allá en el racho de mis abuelos maternos, a unos tíos quienes poseían abejas en cajones rústicos, extraer de ellos los panales de cera rebosantes de miel; a este trabajo le llamaban “castración”. Para realizarlo se auxiliaban con un recipiente de metal o de barro con olotes encendidos en su interior, despidiendo humo para tranquilizar las abejas y evitar ser atacados por ellas.
Pude ver cómo, con las manos, exprimían la cera y recogían la miel que escurría en una olla de barro.
Como los demás chiquillos, estaba yo esperando que me diera el tío una bola de cera impregnada de miel para masticarla; cosa que completaba nuestra alegría, pues el hecho de contemplar el trabajo con nuestros ojos bien abiertos, para satisfacer nuestra curiosidad de niños, ya de suyo era placentero.
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