Teodulo Guzmán Anell
Sabemos que viniste a este mundo en medio de muchas privaciones de techo, alimentación y seguridad. Dicen que unos ángeles te cantaron muy bonito, pero también sabemos que los primeros que te visitaron recién nacido fueron unos humildes pastores. Y solo pudieron llevarte como regalo lo que suelen ofrecer los pobres: el fruto de su trabajo, la hechura de sus manos. Luego te visitaron unos misteriosos personajes que la tradición dio en denominarlos como “los magos”, quienes supuestamente venían del Oriente, y esos sí te trajeron otro tipo de regalos. En realidad no sabemos la cuantía de esos dones. Recibiste, por así decirlo, la ofrenda de los pobres y de los ricos. Pero no dejaste de ser pobre. Y si acaso tus padres habían hecho planes para vivir un poco desahogadamente en Nazareth, tu Padre Eterno le avisó a tu padre adoptivo que huyera contigo y con María a Egipto, porque el sanguinario rey Herodes te buscaba para acabar contigo. Y aquí yo me pregunto cómo habría sido la historia del mundo si los matones de Herodes te hubieran degollado.
Déjame ahora preguntarte ¿por qué tanto empeño en acabar contigo? Ah, sí, Herodes quería matarte porque tenía miedo de que le arrebataras el reino, de que se cumpliera la profecía de que “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: Lleva sobre sus hombros el señorío y será llamado Príncipe de la paz””. (Is 9, 6). Y caigo en la cuenta de que veinte siglos después, los mandatarios del mundo, sean usurpadores o no, sean espurios o legítimos, tampoco te quieren en su mundo, porque en realidad todos tienen miedo de perder el poder y no quieren la paz sino la guerra, llámese esta comercial, cibernética o espacial. Porque si quisieran la paz que se basa en la justicia hace mucho que habrían destruido sus armas nucleares, y habrían convertido las armas de guerra en instrumentos para el desarrollo sustentable y equilibrado.
Déjame decirte, querido Niño Dios, que mis ojos se llenan de tristeza cuando los cristianos cantamos “noche de paz” mientras nos peleamos a muerta por un pedazo de poder o matamos por unos kilos de droga. Déjame decirte que me duele mucho la hipocresía de los que te honran con los labios en sus largas oraciones, pero cuyo corazón está lejos de ti, porque está lejos de sus hermanos y hermanas, sobretodo de los que sufren y mueren por causa del egoísmo humano y del desprecio de los poderosos.
Definitivamente, pequeño Niño Jesús, no les caes bien a la mayoría de los hombres y mujeres satisfechos de sí mismos y de sus bienes, porque desde àntes que nacieras escuchaste en el vientre de tu mamá aquellas palabras que también escuchó tu primo Juan el Bautista: El Padre Dios “hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide sin nada” (Lc 1, 51-53), palabras que tú proclamarías en otra forma en el monte de las bienaventuranzas.
Pero yo sí te quiero en mi mundo y en mi corazón, junto con todos los hombres y mujeres que aún continuamos creyendo y anhelando la utopía del Reino de Dios que inauguraste en Belén.
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